Invité a cenar a casa a Miguel para celebrar mi nuevo proyecto profesional. Quería contarle los pormenores, y liberar toda esa emoción motivada por la ilusión con alguien que sabía iba a disfrutarlo.
Me costaba parar de hablar durante la cena, pero la cara de Miguel no mostraba aburrimiento, sino todo lo contrario. Estaba inmerso en mis palabras, en verme eufórica y en, como descubriría más adelante, lo excitante que le resultaba en ese momento.
Recogimos la mesa y nos sentamos en el sofá con unas cervezas. Logré callarme un poco y pedirle que me contara que tal su vida, porque no quería acaparar la conversación, por educación más que por falta de ganas (demasiadas endorfinas). Me puso al día de las novedades, pero volvió de nuevo a mi proyecto, y no puedo decir que me disgustara, estaba realmente emocionada.
Mientras continuaba, ya casi repitiendo lo que ya le había contado antes, sus ojos se clavaron en mis labios, siguiendo cada movimiento y de forma muy sutil, aproximándose poco a poco.
Aprovechó entonces una de mis pausas obligadas, por eso de respirar, y conquistó mis comisuras. Sus manos agarraban con extrema delicadeza mi cara y sus labios acariciaban a los míos. Por un momento me aparté, no alcanzaba a entender qué pasaba, nos conocíamos desde hacía muchos años y nunca habíamos tenido un momento similar, ni siquiera un coqueteo en broma, y le pregunté.
“No te imaginas lo provocativa que estás cuando te ilusiona un nuevo proyecto. No es la primera vez que lo pienso, pero sí la primera que ambos podemos asumir las consecuencias de mi confesión”, y me quedé muda. Hizo un ademán como de acercarse, buscando si mi silencio era de reflexión, de negativa o de preocupación. Mi sonrisa le dijo lo que necesitaba saber, y se dejó caer sobre mis labios, dándolo todo en un beso delicioso, húmedo y pasional, como si llevara algún tiempo retenido el impulso y se resarciera ahora.
Hacía poco que ambos estábamos solteros de nuevo, y fuera lo que fuera que llegara a mi vida en ese momento, tendría que tomármelo con calma. Eso mismo se lo dije a Miguel en cuanto noté que la cosa se ponía fuerte y la excitación subía rápidamente de intensidad. Acordamos no desnudarnos siquiera hasta que ambos estuviéramos preparados para lo que pudiera traernos esta curiosa unión.
Pero hay cosas para las que no es preciso desnudarse, e incluso el exceso de ropa puede convertirse en un placer diferente, como un retorno a la adolescencia cuando aún no te sientes preparada para dar un paso más allá, pero la excitación animal te posee y quieres sentirlo todo, incluso con ropa por medio.
Me senté a horcajadas sobre él, frente a frente, y continuamos besándonos. Los besos se acompañaban de ligeros movimientos de cadera de ambos, como bailando tras el telón lo que queríamos mostrar en el escenario. Un ensayo de nuestra atracción recién descubierta, y un descubrimiento de las reacciones del otro. Miguel era más sensible a roces lentos y largos que a fricciones rápidas, mis pezones se endurecían más cuando apretaba las nalgas que cuando acariciaba mi espalda...
Con el vaivén nuestros cuerpos se animaron, y los roces se convertían en necesidad. Sin plantearnos ir más allá y resarcirnos con la penetración que ahora ansiábamos, pero haciendo lo posible por emular las sensaciones por encima de la ropa.
Mi excitación ya había mojado mis leggins y Miguel comenzaba a notar la humedad sobre su vestida erección, incrementando esto el morbo de ambos a límites inimaginables, y descubriendo poco después un gemido entre sus labios, preludio de un discreto orgasmo que le revolvió entre mis piernas.
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Si vestidos, de manera tan inesperada y con el alma desnuda lo hemos disfrutado tanto, no me imagino cuando por fin desnudemos nuestros cuerpos y la unión sea completa...